… y un segundo después de aquel suspiro que paralizó el mundo, allí estaba Él. Como nuevo. Era el mismo –Él mismo-, pero mucho más. Y de nuevo respiró la Tierra y se desvaneció la niebla que enterró la esperanza durante tres atardeceres que nadie quiso ver. Amanecimos los hombres para siempre aquella mañana, como en una segunda creación. Como si aquel “¡Hágase!” primero surgiera otra vez desde las entrañas del Dios bueno.
Y todo empezó a oler a nuevo, a recién estrenado. Los mismos ojos miraban de frente a los mismos ojos, pero la mirada era ya otra. Mirada de primavera eterna para la tierra y de futuro nunca soñado para los hombres. Se preñó de sentido la Historia aquel día primero en que Dios mismo compartió la lógica de los hombres hasta sus últimas consecuencias. Y por eso la cruz, y por eso el sepulcro. Y después, el regalo: una tumba vacía y una vida sin fin para todos.
Dios ha hecho un anuncio a las afueras: que no hay nada que temer, que perviviremos sin ocaso, que arderá siempre una zarza en nuestro interior que nos recuerde que estamos llamados al encuentro cara a cara con el que trazó este extraño peregrinar que es vivir. Que el calor de esa hoguera que no se consume es el que hace habitable un mundo raro.
Es tiempo de volver de las afueras, es hora de no vivir ya en la periferia de uno mismo. Y de llamar a casa a todos los que se sintieron un día expulsados del hogar. Hay un sepulcro abierto, vacío, que nunca volverá a ser habitado. Lo que ahora toca es vivir, es buscar el rostro del Resucitado y descansar en sus manos. Y ofrecer sus manos heridas por la ausencia de los que no han llegado a los que no las reconocen.
Feliz Pascua. Resucitó Jesús nuestra esperanza.
P. Carmelo