«Me quiero ir. Para mí es urgente». Cuando la madre de Belén escuchó que su hija le pedía ayuda para acabar con su vida mediante un proceso legal de eutanasia, se le rompió el corazón, pero de aquellas mismas entrañas que fueron el refugio de su pequeña durante nueve meses hace ya 54 abriles sacó las fuerzas para seguir luchando. Ella siempre supo que los 34 años de enfermedad de su hija, diagnosticada de esclerosis múltiple, eran sólo la punta del iceberg de un monstruo que iba comiendo día a día las esperanzas de Belén. «Siempre supe que ella tenía depresión», explica su madre.
«No puedo dejar que te lleven», le dijo cuando una ambulancia vino a buscarla para conducirla al que iba a ser el lugar elegido por la Justicia para administrarle en vena su último chupito, un cóctel de fármacos diseñado para acabar con la vida en un ambiente sanitario. Y fue que no. Su madre cerró las puertas de la casa a los enfermeros y retrasó así, y con un recurso legal, la entrada de Belén en la lista de aquellos que ya no suman días en el calendario, sino que han puesto en marcha la cuenta atrás.
Los tribunales no le dieron la razón, pero ella aprovechó ese corto tiempo de pleitos en los juzgados para pedirle a su hija que se abriera al cariño de los demás, de los que no podían curarla pero deseaban cuidarla. Y para que aceptara el tratamiento psiquiátrico que poco a poco la rescató de un abismo de soledades y de dolor insoportable que la habían vaciado por dentro. Ahora Belén ya no quiere morir y ella misma ha pedido que se archive el expediente que le conducía a una nada que consideró en su día como la única solución para descansar, para dejar de sufrir.
Cada caso es un mundo, lo tengo claro. Y a éste se le podría replicar con muchos otros de final distinto, lo sé. Pero no puedo dejar de escribir que aquí ha triunfado el amor sobre la soledad, que ha ganado la ciencia sobre la desesperación más oscura, que ha vencido la civilización sobre la indolencia. Ha triunfado la medicina sobre el encargo de matar.
Quien pide morir, en realidad lo que quiere es dejar de sufrir. Que se acabe una noche que se le antoja eterna y sin sentido. A partir de ahí, de excavar ese pozo cada vez más hondo en el que se va ahogando el enfermo se encarga la incomprensión de una sociedad que se niega a aceptar y a mostrar la fragilidad del ser humano, a pesar de que la experimentamos todos en carne propia a diario. Y también contribuye el miedo de cada uno a ser sorprendido un día por una sentencia que le obligue a elegir entre luchar, aceptando el desgaste diario, o acabar de golpe con el panico, el dolor, la incertidumbre. Si nos educan -nos educamos- para brillar ante los focos, cuando éstos se apagan se acaban las razones para seguir esperando, para seguir amando la propia vida.
Nadie debería juzgar al que pide morir, nadie tiene derecho a hacerlo. Nadie sabe de las noches en vela ni del dolor insufrible del que lo padece. Pero cuando esto ocurre es igualmente perverso dirigir la mirada hacia otro lado, al escaparate donde sólo brillan la lozanía y la sonrisa instragram. En esos irreales lugares de presunto triunfo sin fecha de caducidad nacen las excusas para apaciguar los remordimientos cuando uno pacta consigo y con parte de la sociedad que lo mejor es la muerte.
La muerte nunca es lo mejor. Al menos no lo es de cualquier forma. Sin duda no lo es sin haber agotado todos los recursos que como individuos y como sociedad podemos poner a disposición de quien quiere dejar de sufrir. ¿Cuánto nos gastamos en atender, por ejemplo, a los enfermos de ELA? ¿Cuánto dinero destinamos a crear hogares de cuidados paliativos? ¡Hogares, no morideros! ¿Cuánto personal sanitario destinamos a cuidar, a iluminar los días del que no podemos curar? Hoy, salvo contadísimas excepciones, nadie tiene que vivir ni morir con dolor y en desamparo. Agonizar con dolor es inhumano. Aunque la muerte es la próxima esquina cierta para miles de personas, aun así, cuando no hay más días que regalar a una vida, hay más vida que regalar a los días que le restan. Incluso cuando se tiene certeza sobre la llegada casi programada del adiós, la dignidad que otorgamos a los últimos momentos del que se va es la que nos retrata como sociedad.
Pero, claro, los muertos no votan. Afortunadamente, hay madres, como la de Belén, que saben lo que en realidad pasa por dentro a quien pide que le ayuden a irse. Y saca lo mejor de sí, y obliga a la sociedad a reaccionar. Esto no es un cuento con moraleja, es una historia real. Es el relato del tránsito de una mujer desde el abismo hacia la cima. El dolor le seguirá doliendo, seguirá siendo una enferma crónica. Pero el monstruo que vivía en su cabeza poco a poco se ahogará en sus ganas de seguir viviendo. Y ella ya sabe que no está sola para librar esta batalla. El amor, el más potente de los remedios, la ha devuelto a la vida.
Carmelo Pérez. Capellán
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